San Alfonso María de Ligorio

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Nace en Marianella de Nápoles en 1696. Primer vástago de don José de Ligorio y doña Ana Cavalieri, de vieja sangre napolitana. Desde su misma cuna lleva el signo y la misión de su vida. «Este niño llegará a viejo, será obispo y realizará grandes obras por Jesucristo», profetizó de él un santo misionero.

La instrucción y formación de Alfonso es la del noble de su siglo. A los siete años estudia humanidades clásicas. A los doce se matricula en la universidad. A los dieciséis es revestido con la toga de doctor en ambos Derechos. El Santo nos dirá «que en todo esto no hacía más que obedecer a su padre».

Alfonso entra de lleno en el mundo. Después de tres años de ampliación de estudios empieza su vida de abogado y va conquistando distinguida clientela. Frecuenta el teatro y los salones. Su padre ha creído llegada la hora de casarlo con la hija de los príncipes de Presicio. Es un partido ventajoso que propone a Alfonso mientras éste se mantiene entre indiferente y «lunático».

Todo este mundo napolitano, paraíso de diablos, como le llamó un turista de la época, no hizo cambiar en nada la vida de piedad de Alfonso. Nos dice él que, gracias a la visita al Santísimo, pudo dejar el mundo. Jesús sacramentado le enseñó la vanidad de las cosas. A los veintiséis años ha llegado Alfonso a unas cuantas ideas fijas que le preocupan: el pecado, la conciencia, el mundo, la salvación del alma.

Dios estaba esperándole detrás de todo esto. Un día, cuando visitaba a los enfermos en el hospital de los incurables, oyó una voz, dirigida a él. Le llamaba por su nombre: «Alfonso, deja el mundo y vive sólo para mí». Salió corriendo del hospital. En la puerta vuelve a oír las mismas palabras: «Alfonso, deja…» Rendido a la evidencia exclama: «Señor: ya he resistido bastante a vuestra gracia.

En su camino encuentra la iglesia de la Merced. Entra, se arrodilla y hace voto de dejar el mundo. Se dirige luego al altar de Nuestra Señora y en prenda de su promesa deja allí su espada de caballero.

En este momento decisivo se dirige a su director, padre Pagano, quien aprueba su voto de dejar el mundo. ¿Y su padre? Cuando Alfonso, tembloroso, le comunica su resolución, su padre esgrime el mejor argumento: las lágrimas. No lo había usado nunca. Se le echa al cuello y, abrazándole, le dice: «Hijo, hijo mío, ¿me vas a abandonar?» Tres horas duró esta lucha de la sangre y el espíritu. Termina con la victoria del hijo. Alfonso viste el hábito eclesiástico en 1723, a la edad de veintisiete años. Tres años más tarde sube al altar. Estos tres años de estudio ha estado en contacto con excelentes profesores de teología y moral que siempre recordará con afecto, ha trabajado en parroquias y, sobre todo, ha vivido en un ambiente, en la Congregación de la Propaganda, en que se cultivan las virtudes clericales.

Ahora con la ordenación se abre la puerta a la actividad apostólica. Siguen dos años de experiencias y gozos sacerdotales en los suburbios de Nápoles y en los pueblos y aldeas del reino. Su experiencia mejor en este período son las capelle serotine o reuniones al aire libre con gente de los barrios bajos para enseñarles el catecismo. Como miembro de las Misiones apostólicas se lanza en seguida al campo de las misiones y predicación, orientando en esta dirección definitivamente su vida.

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Este mismo ambiente misionero precipita su vocación de fundador. En 1732 se encuentra con unos compañeros en las montañas de Amalfi. Aquí capta por sí mismo el estado de abandono religioso de cabreros y campesinos. Y aquí hace suyo el lema evangélico: «He sido enviado a evangelizar a estos pobres».

Dios le quería fundador y maestro de misioneros. Así lo había manifestado a una santa religiosa, la venerable sor Celeste Crostarosa, que vivía en Scala, centro de irradiación de los misioneros. Asesorado por su director y seguido de algunos compañeros, funda el 9 de noviembre de 1732 la Congregación del Santísimo Redentor. Su fin será «seguir a Jesucristo por pueblos y aldeas, predicando el Evangelio por medio de misiones y catecismos». Una tarea exclusivamente apostólica. Excluye desde el primer momento toda otra obra que le impida seguir a Cristo predicador del Evangelio en caseríos y aldeas.

La pluma es su segunda arma, más poderosa y permanente que la palabra. Está convencido y meditar. Para el pueblo van saliendo las Visitas al Santísimo y Las Glorias de María, libros clásicos en el pueblo cristiano. Siguen la Preparación para la muerte, el Gran medio de la oración, Práctica del amor a Jesucristo e infinidad de opúsculos que va regalando en sus misiones.

En 1762 es nombrado obispo de Santa Agueda de los Godos. Su pontificado dura hasta 1775. Durante este tiempo lleva por dos veces la Santa Misión a todos los pueblos de la diócesis. El mismo predica el sermón grande de la Misión, o el de la Virgen. Todos los sábados predica en la catedral en honor de Nuestra Señora. Reforma el seminario y el clero. Para los pobres que le asedian vende su coche y anillo. Prosigue su actividad literaria, dirigida ahora a deshacer los ataques de la nueva filosofía contra la fe, la Iglesia y el Papa.

Sus pastorales son modelo de preocupación pastoral por los problemas del clero y de los fieles. Su defensa de la Iglesia es constante y eficaz: habla y actúa en favor de la Compañía de Jesús, asiste por un prodigio extraordinario de bilocación a la muerte de Clemente XIII, atormentado en esta hora. Mientras todas las cortes de Europa presionan y persiguen a la iglesia, no cesará de pedir oraciones a los suyos y repetir: «¡Pobre Papa, pobre Jesucristo!».

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Tras repetidas instancias el papa Pío VI le alivia de su cargo pastoral en 1755. Vuelve a los suyos pobre, como pobre había salido, según reza el Breviario. Se recluye en su casa de Pagani para esperar la muerte.

La prueba más dura viene con la persecución y división de su Congregación. El será separado y excluido temporalmente de ella. Mientras se hace la verdad espera repitiendo: «Voluntad del Papa, voluntad de Dios».

Muere en Pagani el miércoles 1 de agosto de 1787, al toque del Angelus. Tenía noventa años, diez meses y cinco días. Tannoia, su secretario, hace de él este retrato: «Era Alfonso de mediana estatura, cabeza ligeramente abultada, tez bermeja. La frente espaciosa, los ojos vivos y azules, la nariz aquilina, la boca pequeña, graciosa y sonriente. El cabello negro y la barba bien poblada, que él mismo arregla con la tijera. Enemigo de la larga cabellera, pues desdecía del ministro del altar. Era miope, quitándose los lentes siempre que predicaba o trataba con mujeres. Tenía voz clara y sonora, de forma que, aunque fuese espaciosa la iglesia y prolongado el curso de las misiones, nunca le faltó, aun en su edad decrépita. Su aire era majestuoso, su porte imponente y serio, mezclado de jovialidad. En su trato, amable y complaciente con niños y grandes.

Estuvo admirablemente dotado. Inteligencia aguda y penetrante, memoria pronta y tenaz, espíritu claro y ordenado, voluntad eficaz y poderosa. He aquí las dotes con que pudo llevar a cabo su obra literaria y hacer tanto bien en la Iglesia de Cristo» (TANNOIA, Vita, IV c.37).

Preparado por  P. Jorge Nelson Mariñez Tapia

Fuente: Pedro r. Santidrián, c. Ss. R.

 

 

 


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