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El mar Egeo y la naturaleza fundamental de las cosas

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Foto:ilustración por Shoshana Schultz/The New York Times

Las ciudades portuarias fueron los hogares de los primeros filósofos, cuyas vidas dependían del mar.

Hace unos años, mi esposa Sarah y yo hicimos un viaje en barco por el Egeo oriental. Era el paraíso: nosotros dos, trazando un rumbo entre las islas griegas y la costa de Turquía, turnándonos para timonear el navío, rodeados por todo el azul brillante del mar.
Mientras saltábamos de puerto en puerto, los nombres de muchos de los lugares por los que pasamos me resultaban familiares, pues los había conocido en mi trabajo como historiador. Cincuenta o 65 kilómetros al sur de nuestro barco estaba Mileto, cuna de algunos de los primeros teóricos del mundo físico de los que se tiene constancia.
Treinta kilómetros al este, en Éfeso, estaba el hogar de Heráclito, la primera persona cuyas reflexiones sobre la interrelación de las cosas han llegado hasta nosotros. Al otro lado de una península cercana, a sólo 115 kilómetros de distancia, se encontraba Lesbos, la isla de Safo y Alceo, los máximos poetas líricos de la época. Al sur, en Samos, se ubicaba el lugar de nacimiento de Pitágoras, uno de los primeros teóricos del alma eterna.
Flotando en el agua, comencé a preguntarme sobre la relación entre lugares e ideas —cómo los lugares pueden abrir la forma en que pensamos y sentimos, y dar acceso a las mentes, por distantes y extrañas que sean. Entonces me di cuenta de que la filosofía tiene una geografía. Estar en los lugares que estos pensadores conocieron, visitar sus ciudades, navegar sus mares y encontrar sus paisajes es saber algo de ellos que no se puede encontrar de otra manera; y a pesar de esa geografía, y a pesar de su edad, la mentalidad de estos primeros pensadores sigue siendo asombrosa y sorprendentemente iluminadora hoy.
¿Pero por qué aquí y por qué entonces? Varios siglos antes, las grandes civilizaciones del Cercano Oriente de la Edad del Bronce, en Mesopotamia, Egipto, el este de Turquía y Creta, habían colapsado o casi colapsado. Siguió un período salvaje y anárquico de reyezuelos y piratas marinos —el mundo, esencialmente, retratado por Homero en “La Ilíada”. Pero luego, aproximadamente a partir del 650 a.C., se produjo un renacimiento, a medida que empezó a surgir una constelación de ciudades portuarias independientes en el Egeo oriental. Eran principalmente oligarquías mercantiles, a menudo profundamente escépticas respecto a las virtudes de la monarquía, más dependientes del comercio que de la agricultura, que absorbían la antigua sabiduría de las civilizaciones anteriores del este, pero no estaban dominadas por ellas.
Los comerciantes griegos podían tomar lo que quisieran (matemáticas, astronomía, escultura, templos, escritura alfabética, fabricación de joyas de oro y plata), pero seguían siendo independientes. Por encima de todo, los griegos no estaban sujetos a vastas burocracias reales y sacerdotales instituidas. Una libertad mental corría por sus ciudades. Eran marineros y constructores navales aventureros y expertos, que enviaban expediciones al extremo norte del Mar Negro y al extremo occidental del Mediterráneo, llevando olivos y vides al sur de Francia, trayendo cargamentos de plata de las grandes minas del sur de España y surcando el Mediterráneo con las brillantes estelas que celebraban su poesía. Los gobernaban cualidades empresariales: inventiva, agilidad mental, nueva capacidad atlética, cierta fluidez de pensamiento, un deseo de gobernarse a sí mismos, de generar sus propios sistemas legales y regular sus turbulentas vidas y de encontrar la justicia al dar cabida a las diferencias.
Estas ciudades portuarias fueron los hogares de las personas generalmente consideradas como los primeros filósofos, cuyas vidas dependían del mar y de los vínculos que éste podía proporcionar. Esta versión de Grecia en los siglos entre 700 y 500 no estaba basada en tierra. Existía esencialmente en el mar y, donde tocaba tierra, aparecía y se manifestaba como las ciudades de donde procedieron estos filósofos.
Esas cualidades mercantiles de fluidez y conectividad fueron precisamente los aspectos rectores del nuevo pensamiento. El énfasis de los filósofos estaba en el intercambio y, en Heráclito en particular, en las virtudes de la tensión. Al igual que en un arco, escribió, la cuerda tira del marco y se colapsaría si la cuerda o el marco fallaran; una sociedad justa debe tener como base una tensión entre sus partes constituyentes. Todo fluía a través de todo lo demás, la multiplicidad era bondad y la singularidad la base de la esterilidad o la tiranía.
Estas primeras formas de pensamiento griegas cruzan todos los límites entre poeta y pensador, místico y científico, en una visión escalonada, cíclica y ondulatoria de la naturaleza de la realidad. Los pensadores no proporcionaron un conjunto de soluciones racionalistas ni de doctrinas religiosas, sino que exploraron la frontera entre esas formas de ver. La posibilidad y la investigación, los efectos de la sugerencia y la implicación, más que la creencia irreflexiva o la afirmación vacía, fueron el semillero de las nuevas ideas.
Esta mentalidad portuaria nos depara lecciones ahora. Es posible que queramos respuestas fijas y definiciones rígidas, pero la vitalidad, y quizás incluso la salud, residen en la capacidad de mantenernos a flote, relajados, conectados, de hacer preguntas y abrigar la duda como el improbable cimiento de la comprensión.
La única comprensión está en la fluidez de la mente.
¿Quién hubiera imaginado que unos días zarpando en el fresco de una mañana griega, echando ancla en bahías arenosas de color azul y nadando a la sombra de los olivos en la costa con los cencerros de las ovejas sonando a nuestro lado, podría haber comenzado a cambiar mi opinión sobre la naturaleza fundamental de las cosas? Pero así fue.
Y si alguien me pregunta por qué ahora pienso como pienso, puedo responder: porque una vez fui a navegar al mar donde comenzó la filosofía.
Por: intelIGENCIA/Adam Nicolson
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