Viaje a un cuadro: 'Mural', de Jackson Pollock

Para que todo cambiara hizo falta la mecenas más excéntrica de su tiempo, Peggy Guggenheim, y la acción del gobierno americano. Esta es la historia de cómo el mundo del arte ya nunca volvió a ser el mismo.

'Mural', de Jackson Pollok (1943)

University of Iowa Museum of Art // The Pollock-Krasner Foundation

Cuando Peggy Guggenheim conoció a Jackson Pollock, ambos encontraron la horma de su zapato. Ella había huido de Europa llevando su fabulosa colección de arte bajo el brazo y estaba a la caza de ese gran talento americano que la aupase como mecenas definitiva del nuevo mundo.

Y él esperaba el último empujón que habría de convertirlo en el heredero de Picasso mientras fichaba cada día en su trabajo como manitas de un museo. Vamos a contarles esa historia, y a ustedes les dejamos la tarea de extraer las conclusiones.

Detalle del cuadro 'Mural'

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Decía Schiller que la casualidad no existe, pues todo brota del destino. No podríamos afirmar que el hecho de que Nueva York arrebatara a París el epicentro mundial del arte a mediados del siglo XX fuera cosa del destino, pero lo que es seguro es que nada tuvo que ver con la casualidad.

En Europa atronaba la II Guerra Mundial y aquel no era lugar para los artistas de vanguardia. Los nazis los habían llamado directamente “degenerados” y les organizaban exposiciones solo para burlarse de ellos.

Así que la ocupación de Francia en 1940 fue el toque de silbato para una carrera que vació el país de modernidad artística: Breton, Mondrian, Léger, Chagall o Ernst embarcaron para América en cuanto pudieron.

Aunque este éxodo aceleró el cambio, no habría bastado para que la geopolítica del arte diera un vuelco radical. Para eso, como para casi todo, hizo falta la intervención del poder.

El gobierno de Roosevelt se había puesto manos a la obra para reflotar unos Estados Unidos depauperados por la Gran Depresión que siguió al crack del 29.

Su New Deal incluía un programa llamado Federal Art Project, cuyo objetivo era apoyar a las artes, y que entre 1935 y 1943 proporcionó trabajo e ingresos económicos a más de 10.000 creadores de todos los estilos y tendencias.

Jackson Pollock dando vida a una de sus creaciones

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De esos 10.000 artistas a sueldo público a ustedes seguramente les sonarán Mark Rothko, Diego Rivera, Ad Reinhardt, Philip Guston, Arshile Gorky o Lee Krasner. Y, por supuesto, Jackson Pollock.

A principios de los años 40, Pollock pintaba bajo la influencia de Picasso y los surrealistas con gran aplicación y moderado éxito. Sobrevivía gracias al programa gubernamental, pero al terminarse su contrato tuvo que buscar otra fuente de ingresos.

Así que aceptó un trabajo de supervivencia como hombre de mantenimiento del Museo de Pintura No Objetiva del magnate Solomon R. Guggenheim. Una de las sobrinas de este era Peggy Guggenheim, que acababa de abrir en Nueva York su segunda galería, The Art of This Century, y buscaba artistas norteamericanos de última hornada que exponer junto a los grandes nombres europeos que se había traído en la maleta.

Intuyó Peggy que algo podía sacarse de aquel artista joven y airado con propensión al alcoholismo, así que divulgó su obra, le puso casa y sueldo, y además en el verano de 1943 le hizo un ambicioso encargo.

Necesitaba para su apartamento de Nueva York un cuadro de enormes dimensiones que pusiera al día la tradición de la pintura mural, y había decidido que él fuera su autor. Sin condiciones: podía pintar lo que quisiera y como quisiera.

A Ms. Guggenheim hay que abrirle un paréntesis en esta historia, porque ella merece eso y más. Perteneciente a una rama “empobrecida” (ya saben, todo es relativo) de una saga de banqueros inmensamente ricos, siempre fue la oveja negra de la familia.

Detalle: Peggy Guggenheim y Jackson Pollock frente a Mural (1943) en la entrada de la residencia Guggenheim en la primera planta, 155 East 61st Street en Nueva York, C. 1946.

Foto: George Karger. © Cortesía de Solomon R. Guggenheim Museum Archives, Nueva York. © The Pollock-Krasner Foundation, VEGAP, Málaga, 2016

En lugar de hacer del apoyo a las artes una parte colateral y publicitaria de sus afanes, decidió convertir esta actividad en su gran objetivo y motor vital, y a ella consagró su existencia. A costa de todo lo demás, incluida la relación con sus hijos, Pegeen y Sinbad.

Concedió becas, pagó sueldos, sufragó residencias y materiales, compró como nadie. Como galerista las cosas le fueron regular (Guggenheim Jeune, la primera galería que abrió en Londres, solo dio pérdidas durante su breve existencia), pero como coleccionista no pudo hacerlo mejor.

Existía cierta tendencia a tomarla por el pito de un sereno, incluso entre los artistas a los que apoyaba, incluso entre sus maridos, como ese Max Ernst que dijo “una vez tuve una Guggenheim, y no me refiero a una beca”.

Hilarante todo: su supuesta ninfomanía, su narizota resultado de una rinoplastia abortada, su forma de hablar sin mover la boca cual ventrílocua, su tacañería a la hora de organizar festejos, su ansia grotesca por llamar la atención. Te morías de la risa.

Jackson Pollock y su esposa Lee Krasner, también artista

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Pero muérete aún más, porque cuando Peggy volvió a América en 1941 escapando de un oscuro panorama (amante del arte degenerado y judía, todo dicho) llevaba consigo un sinnúmero de obras acumuladas en un mercado cuyos precios estaban bajo mínimos debido a la guerra. **Picasso, Brancusi, Dalí, Giacometti, Miró, Klee, Mondrian, todo así. **

Ella misma estimaba que, a bulto, no había desembolsado más de 40.000 dólares por aquello: prueben a adquirir una sola de esas piezas -media, un cuarto, una esquinita- por ese importe hoy en día y díganme quién se está riendo ahora.

Y cerramos el paréntesis.

Se ha dicho que para realizar este enorme cuadro Pollock se pasó seis meses pelando la pava y un solo día pintando, pero que ese único día consistió en una especie de trance frenético durante el que no paró de dar brochazos, y arrojar pintura, y arrastrarla, y rodear el lienzo por todos los lados hasta que la criatura estuvo terminada.

Tachán: había nacido la action painting. La anécdota no resulta muy creíble pero conviene al mito, así que vamos a dejarlo estar. El caso es que el mural de seis por dos y medio metros quedó colgado en el domicilio de Peggy Guggenheim a principios de 1944, y el expresionismo abstracto obtuvo el momento fundacional que toda leyenda precisa.

Siendo justos no puede decirse que Pollock hubiera inventado nada. La abstracción moderna llevaba décadas operativa de la mano de Hilma af Klint o Kandinsky; el gran formato era un préstamo de los muralistas mexicanos; y también planean inevitablemente sobre la obra Masson, Miró o el Guernica de Picasso.

Pero nada de esto evitó que se celebrara la aparición de la primera vanguardia auténtica y genuinamente americana.

Pollock pintaba bajo la influencia de Picasso

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Cada crítico eligió a su artista de cabecera, y el más conocido de todos, Clement Greenberg, en pleno arrebato místico inducido por la contemplación de este mural, afirmó: “Jackson es el pintor más grande que ha producido este país”.

Pero había muchos otros miembros en el club del expresionismo abstracto americano. Podrían incluso dividirse en dos bancadas, como en las bodas. En un lado, la facción de la “action painting”: Lee Krasner (que se casó con Pollock), Willem de Kooning o Joan Mitchell. En el otro, los “color field”: Mark Rothko, Clyfford Still, Helen Frankenthaler o Robert Motherwell.

La obra de estos autores realizó de inmediato el viaje de vuelta a Europa para influir a toda una generación de jóvenes artistas. Fue histórica, por ejemplo, la muestra de la colección de Peggy Guggenheim en la Bienal de Venecia de 1948.

Pero, de nuevo, resultó también decisivo el apoyo económico del gobierno norteamericano, **inmerso en los enredos de la Guerra Fría. **

Frente a la amenaza soviética, el expresionismo abstracto se convirtió en el caballo de Troya de una América moderna y dinámica, un instrumento de colonización cultural **tan potente como el cine y la música. **

Fue así como, con una rapidez asombrosa, la nueva abstracción americana engulló todas las vanguardias mundiales para aniquilar la posibilidad de cualquier otra forma de modernidad. Y, para entonces, Nueva York ya no tenía rival como alfa y omega del arte. Au revoir Paris, fue hermoso mientras duró.

Estudiantes de arte trabajando bajo el 'Mural' en el estudio de pintura de la Universidad de Iowa, a principio de los años 50.

Frederick W. Kent. © Por cortesía de Frederick W. Kent Collection, University of Iowa Libraries, Iowa City, Iowa © The Pollock-Krasner Foundation, VEGAP, Málaga, 2016

**Epílogo: **

En 1946, y recién divorciada de Max Ernst, Peggy Guggenheim volvió a Europa. Decidió instalarse en Venecia, donde compró Ca' Venier dei Leoni, un palazzo tan irregular e inverosímil como ella. Allí construyó el hogar donde residió hasta su muerte en la víspera de Nochebuena de 1979.

Ese edificio es hoy un museo que acoge su colección de arte y también su tumba. Sus catorce fieles perritos la acompañan en esta última morada, y la lápida especifica los nombres de todos ellos. Uno se llamaba Pegeen, como su hija.

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